Monday, April 04, 2011

Burocracia y mucho ‘bling bling’


Reportaje de una estancia en Guinea Ecuatorial

Llueve. En su casa ha puesto botellas y baldes de agua por todas partes. Está muy ocupado con toda esa agua. Podríamos ir afuera para tomar una ducha bajo la lluvia tropical, pero él prefiere recoger la lluvia y meterla adentro. Para eso tiene que levantarse muy temprano. Mientras tanto pone una olla con agua en el fogón para que podamos ducharnos dentro de un rato con agua caliente. A mí me dice que use el balde azul, y no el rojo. El rojo lo llenaba con agua de lluvia y el azul con agua del pozo. “Esa agua es más limpia y más higiénica para lavarte”, dice. “Puedes usar el agua del balde rojo para el lavabo.”

Una ducha en Guinea Ecuatorial quiere decir echarse baldes de agua en la cabeza. Pero no te puedes echar todo el balde de una vez porque se pierde el agua, por eso siempre se ve flotando en el cubo grande otro más pequeño, para que puedas dosificar las cantidades. El agua aquí no es algo natural, es una tarea diaria. Y hay muchas cosas más que no son naturales. La electricidad, por ejemplo. Cada vez que llegamos a su casa hay una cierta tensión. ¿Habrá luz? No, otra vez no hay luz. Pero incluso cuando hay luz, sabemos que puede irse en cualquier momento. Su casa se encuentra al borde de la capital, Malabo, en la isla de Bioko. Hay fango y desorden en el camino a su casa. Lo mismo que en toda la ciudad en donde no parece haber medidas públicas. Nunca llegas con los pies secos, ni limpios, pero contento porque no te caíste en uno de los tantos huecos profundos que tiene el pavimento. “Mira al suelo”, me dice constante, y cuando llegamos a su casa me lava los pies. Con agua del balde azul. Por supuesto.

Él es Juan Tomás Ávila Laurel, el único escritor crítico que todavía permanece en el país. Todos los demás han huido por la dictadura. Lo conocí la última semana de mi estancia en Guinea Ecuatorial. Escribe sobre la corrupción, la falta de libertad, la negligencia en la sanidad, la falta del agua y de electricidad, y otros problemas del pueblo. Gran parte de la ciudad se encuentra en la oscuridad completa en la noche, aunque últimamente la situación parece haber mejorado un poco. Antes los estudiantes se reunían bajo las lámparas de los hoteles en vías de construcción para estudiar. Hoy en día se les puede ver cerca de Sofitel Hotel, el centro neurálgico de la ciudad, uno de los pocos lugares con conexión a internet. Todo el que tenga alguna importancia en este país rico en petróleo, o con ciertos intereses, se encuentra en el Sofitel. L-3 Communications (una empresa de seguridad americana, emparentada con la CIA) tiene allí su oficina, justo al lado del palacio de color pirulí del presidente. También Barack Obama quiere meter la mano en el asunto del petróleo guineano.

El presidente, Teodoro Obiang Nguema Mbasogo, tiene un palacio en cada ciudad. Su palacio más grande está en Bata, la ciudad más importante en Río Mundi, en la tierra firme. Se encuentra tras los muros, en un terreno gigantesco vigilado por militares. Una ciudad en una ciudad en la que nadie puede entrar. Al lado de los muros viven los militares con sus familias. Las casas demasiado altas las destruyeron porque le quitaban la vista del presidente. Para saber lo que hay detrás de los muros se tiene que cruzar en avión. Por coincidencia yo me encuentro en el avión al lado de la ventana por donde puedo ver los edificios color pastel y estilo clásico. El conjunto de edificios tiene algo de una tarta con piscina y terreno de golf que forma el centro de una finca enorme.

Bata tiene una calidad a lo Disney. Destruyen los antiguos edificios coloniales para reemplazarlos por construcciones de palacios cubiertos con azulejos de baño. Se ven muchas fachadas brillantes con diseños abstractos. “Arquitectura de baño”, dice mi acompañante americano. Según él, el resultado de una idea falsa de modelos occidentales. Podríamos llamarlo también ‘posmoderno’, pero de un posmodernismo africano, con mucho ‘bling bling’. En Bata han hecho un tipo de jardín en el mismo estilo que nadie sabe para qué sirve porque no está permitido entrar. Aunque muchos edificios brillan, siguen pareciendo envoltorios vacíos, sin objetivo. Arquitectura de fachadas que sólo parecen querer dar una imagen de imponencia.

‘Bling bling’ hay en todos los objetos aquí. No sólo se ve mucho brillo en los cristales reflectantes de los edificios, sino también en la ropa reluciente, y en los caminos decorados con señales sin sentido y con una proliferación de rotondas. En Evinayong, una pequeña ciudad a unas dos horas en coche de Bata, me quedo a dormir en casa de unos misioneros en donde uno de ellos es programador de ordenadores. Me cuenta que a la mayoría el ordenador sólo les parece interesante si tiene programas ‘guay’. No importa si esos programas funcionan en ordenadores muchas veces antiguos.

Me pregunto si la burocracia y la predilección por los sellos también tiene que ver con la necesidad africana del resplandor y del glamour. En la oficina de turismo en Malabo, que resulta ser una oficina poca decorada, encuentro a un funcionario de aspecto jovial, rodeado por pilas de papeles. Necesito documentos para poder viajar y hacer fotografías. “Eso va a ser muy difícil”, dice el hombre. “Porque los ministros que tienen que firmar no están.” Todo resultan estar en un congreso en Bata. Pero tal vez lo logro, si me esfuerzo bastante en ello. Me manda a la Tesorería General para recoger los papeles y los sellos necesarios. Si vuelvo con esos papeles dentro de unos días él va a ver lo que puede hacer. Mientras tanto se asoma por detrás de su silla con un cigarillo encendido en la boca, apuntando a una foto amarilla de sus hijos cuando todavía eran jóvenes, y charlando sobre fútbol.
Los papeles que compro en el edificio de cristal reflectante y semi redondo tienen un aspecto fascinante. De hecho es papel ciertamente distinguido aunque vacío, con el escudo de la República de Guinea Ecuatorial impreso en la parte superior. Ese papel va acompañado de un tipo de bono que llaman ‘timbre de Estado’, mencionando ‘pago al Estado’. Me dan la instrucción de escribir una carta al ‘excelentísimo ministro’, y entregarla junto con los timbres a los del turismo. Entonces vuelvo al sitio del señor en su despacho que justo en ese memento pronuncia un discurso bastante teatral ante un público que parece ser su personal. Después de un rato me deja entrar, y todo empieza de nuevo desde el principio. Otra vez me dice cuán difícil es que me den un permiso para viajar, me cuenta cómo están sus hijos que ya son adultos, y cuán maravilloso es que el equipo de Holanda casi ganara el campeonato de fútbol. A la vez estudia mis papeles con cierta precaución, o por lo menos finge hacerlo. Da su aprobación y los grapa. “La espera ahora es la espera al ministro”, dice. Y me aconseja que vuelva después de unos días.
Así es como suceden las cosas en una dictadura burocrática. La palabra clave es ‘paciencia’. “Ten paciencia”, es lo que me dicen cada vez que necesito un documento. La prolongación de mi visado, por ejemplo. Para eso también se necesita enviar una carta con sellos al ministro. Y eso va a través de la Policía Nacional, situada en un edificio moderno en las afueras de la ciudad donde empieza la selva. Esta vez les dejo la tarea a otros. Un escribano escribe la carta ‘Por una Guinea mejor’. Pero eso no es todo. Esta vez el ministro está ‘enfermo’, y por eso no puede firmar. Intento que me den la prolongación sin soborno. Para eso tengo que visitar varias veces la oficina de policía, y al final sólo tengo éxito porque me he puesto un vestido muy escotado. En Bata hace falta pedir otra prolongación, pero allí ni siquiera el escote ayuda. La actitud es más bien hostil. Hay un ambiente de ‘nosotros no en Europa, vosotros no aquí’. Eso es lo que me dicen literalmente e incluso se niegan a hablarme. Los papeles ya recibidos en Malabo los declaran simplemente nulos. El asunto es imposible y por eso decido posponer el problema del visado. Dan visados para quince días y me quedan todavía diez. Después veremos.

En el interior viajo al parque natural de Monte Alén. Dicen que allí hay gorilas, pero el único gorila que yo veo es el de la imagen en la camisa del director del parque. Él mismo camina incluso un poco como un gorila. Para ver gorilas y elefantes de verdad, se tiene que entrar mucho más en la selva, y eso no es posible porque las cabañas están deterioradas. Sólo es posible hacer caminatas cortas que no van suficientemente lejos para ver a los animales salvajes prometidos en mi guía sobre Guinea. Huyen además por el ruido enorme del camino que están construyendo los chinos, presentes en todo el país.

Aquí en el interior perdido la moral es un poco relajada. La dueña del bar del pueblo no tiene ningún problema en prestarme a su esposo por una noche. “Para que no te sientas tan sola”, dice ella. El hombre está sentado frente a mí y la escucha con una actitud resignada, mientras su esposa amamanta al bebé. Beben mucha cerveza. Hay unos hombres borrachos y las mujeres escasas de ropa. Se les salen los pechos de los escotes, y no sólo para amamantar a los bebés.

En este lugar remoto yo misma cocino mi comida, aunque hay un cocinero que me enseña a cocinar a lo africano. No hay agua ni secadero de vajillas. De vez en cuando limpiamos los cubiertos con un paño no muy limpio, y yo lavo las verduras con agua mineral. Mientras cocinamos cada cinco minutos se va la luz. En estas circunstancias me siento muy torpe, pero al fin y al cabo logro preparar algo aceptable entre los intervalos de ‘luz-no-luz’.

De vuelta en Bata lo bueno es que hay más luz. A pesar de eso decido empezar otra aventura. Viajo a Corisco, una isla que pertenece a Guinea, pero que está situada cerca de la costa de Gabón. Queda aún por ver si es posible hacer la travesía de la tierra firme a la isla, sin caer en las manos de los militares. Llevo una carta de recomendación del cónsul español, y una carta de uno de los jefes de Somagec, una empresa marroquí que construye un aeropuerto en la isla. Ellos pueden llevarme en barco. Pero una vez en Cogo me tropiezo con un grupo de españoles que van en cayuco, y me invitan ir con ellos. Llego mojada hasta los huesos.

Los marroquíes son los grandes malhechores en la isla. Construyen aquí un aeropuerto fuera de toda proporción con una pista enorme que ocupa media isla. Aunque esa empresa marroquí ayuda al presidente a joder la isla, sus obreros son muy amables. Cuando me llevan de regreso a la tierra firme me cuentan mucho de los planes presidenciales. Junto con el rey de Marruecos, Obiang quiere construir aquí un palacio. El aeropuerto enorme sólo sería para su propio uso. Y para impresionar a los gaboneses, me dicen. Comportamiento ostentoso de alto nivel. También aquí resulta haber petróleo, y el tema es quién puede reclamar ese petróleo. Las fronteras con Gabón nunca se han establecido definitivamente, y un despliegue de fuerzas tiene el objetivo de mostrar quién es el dueño de la isla. El presidente ha traído a un abogado de Washington para resolver la diferencia fronteriza. Hablo con ese abogado en el Sofitel una semana más tarde.

El hotel Sofitel es un ir y venir de hombres de negocios, americanos relacionados o no con la CIA, y alto dignatarios de distintos países europeos y africanos. Después de mi viaje por el interior y a Corsico los americanos me confunden con una espía para el servicio secreto holandés. Porque ¿a quién se le ocurre viajar voluntariamente a un país con una dictadura como la de Guinea Ecuatorial?
Cerca de uno de los palacios presidenciales nos detienen los militares. Estamos en un coche alquilado con chófer, y uno de los pasajeros quiere examinar el palacio de cerca. Así pasamos por las barreras abiertas, tal vez con aspiraciones demasiado turísticas. Estúpido, pero no nos parece ningún crimen. El grupo de militares que nos detiene, algunos con cerveza y sólo unos llevando uniforme, no está de acuerdo. Según ellos tenemos ‘un problema serio’ por encontrarnos en el terreno del presidente. Eso significa entregar pasaportes y recibir amenazas e intimidaciones, algo que hace que el americano entre nosotros prefiera elegir ‘la solución americana’. Paga una suma absurda para salir de la trampa y nos dejan ir. Pero todavía no estamos: un poco adelante en el camino hay otro grupo que hace lo mismo. Esta vez todos llevan armas y uniformes. El americano paga otra vez.

Esto ocurre en Moka, en la isla Bioko donde los bubis tienen la mayoría. Ellos son simpáticos. Antes del incidente del palacio un profesor bubi nos recibió en una forma muy amable, nos enseñó su escuela con mucho entusiasmo, y nos contó de la cultura bubi. A pesar de eso fuimos desplumados sólo un rato después por los militares. Aquí la frontera entre cielo e infierno es delgadísimo.

En Guinea Ecuatorial viven más grupos étnicos. Los más importantes son los bubis y los fang. Esos grupos pocas veces se mezclan y muchas veces se desconfian. Los fang forman el grupo más grande. Consideran a los bubis como humildes y cobardes. Corisco y Annobón tienen sus propios grupos y lenguas. No ayuda para promover la unidad en el país. Aún menos si cuidan en primer lugar a sus propios clanes familiares.

El presidente y su familia pertenece a los fang. Tiene que contentar a un montón de hijos, hermanos y hermanas. Todos viven en casas grandes o en palacios, también en el extranjero. A pesar de la riqueza que da el petróleo la mayoría del pueblo vive en pobreza, y Obiang los tiene a todos bien atados por opresión. Todavía estoy en el país cuando en agosto ejecutan a cuatro miltares. Me dicen que lanzaron sus cuerpos en una fosa común sin dar a sus familiares la posibilidad para despedirse.

Tengo nervios cuando salgo del país. En el control de los pasaportes un empleado de aduanas bastante malhumorado estudia cuidadoso todos mis visados para concluir que el último visado sería uno ‘permanente’ en vez de uno ‘turístico’, y por eso no válido. Le ruego que me deje ir. Al final pone el sello para la salida con desgana. Mientras tanto me muero por salir del país.

Anita Brus
Marzo 2011

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