Saturday, April 07, 2007
LOS ESPÍRITUS NO TIENEN PAZ
Aldo Contreras Droguett
Ramiro tomó el volante y puso en marcha el auto. Al lado se sentó su hermano. Ese domingo iban de visita a Villarrica.
A la salida de Temuco, en plena Panamericana Sur, poco después de haber pasado el puente sobre el río Cautín y un poco más allá de la salida a la carretera de Padre Las Casas, los hermanos se miraron. Ramiro en un segundo comprobó que tenía el mismo pensamiento que su hermano y frenó para llevar a la chica que estaba tirando dedo en aquel lugar desolado. Se detuvo a unos treinta metros de donde estaba la muchacha y siguió sus reacciones por el espejo retrovisor. Vieron que intentaba correr con la maleta que traía para alcanzar rápidamente el vehículo. Ella era más bien menuda de cuerpo, la maleta que llevaba era grande y anticuada, llena de etiquetas pasadas de moda como su ropa, sin embargo esto no le menoscababa en absoluto su personalidad. Ramiro se bajó en el momento en que la chica estaba por alcanzar el vehículo, le preguntó por su destino, abrió el maletero mientras su hermano ordenaba un poco el asiento trasero donde habían puesto algunas compras que llevaban a sus padres que vivían en el campo en Villarrica.
La muchacha se introdujo en el vehículo alegremente, se acomodó colocando su bolso de lana tejido a telar con motivos de la zona sobre sus rodillas. El hermano de Ramiro le preguntó por segunda vez a dónde iba. Ella le respondió con un susurro claro y definitorio acompañado por una sonrisa. El hermano de Ramiro le contó que conocía la ciudad como la palma de su mano, pues había tenido un amor clandestino en Villarrica. Se acordó de haberle puesto los cuernos con todo gusto a un terrateniente setentón, podrido en plata que únicamente pensaba en jugar en el Casino de Pucón. Ramiro daba clases particulares de piano en aquella época, de esta manera conoció a la mujer del terrateniente, treinta años menor que el viejo ricachón y tan sólo dos años mayor que él; por eso mismo, para evitar la ira del viejo cornudo que espiaba a su bella mujer con un detective privado mientras se dedicaba a gastar parte de la fortuna en el casino, los dos hermanos habían estado obligado a conocer los recovecos de la ciudad palmo a palmo, las entradas y salidas de los bosques circundantes. La chica presintiendo que los hermanos iban a entrar en detalles de aquella historia de cuernos, se disculpó de haber dicho que iba a Villarrica porque en realidad, iba a un lugar antes de llegar a la ciudad.
Entablaron una conversación interesante a pesar de haber empezado mal. La muchacha que era estudiante universitaria, locuaz y comprendía absolutamente todos los temas actuales del país, hacía observaciones agudas y profundas que obligaban a los hermanos a pensar concienzudamente antes de emitir una opinión. El tiempo pasó volando, ni se dieron cuenta como llegaron al cruce donde la muchacha le indicó a Ramiro que se detuviera. Los hermanos le ofrecieron llevarla a casa, pero ella se negó, diciendo que tan sólo eran doscientos metros que tenía que caminar y a ella le agradaba llegar a pie a su casa. En el poco espacio que hay entre la carretera y la cuneta se bajó. El hermano de Ramiro le ayudó a sacar la maleta, que sin ser tan pesada era incomoda tomarla desde el maletero. Ella se despidió con un “nos vemos, gracias”.
Los hermanos siguieron el camino comentando la conversación con la chica y determinaron que cuando tuvieran tiempo harían un recorrido por la región para ver las aldeas y pueblos circundantes donde todavía se consumía productos naturales. Ramiro con nostalgia recordó los tiempos en que comía sin colorantes, emulgentes, conservantes y otros tantos inventos de la modernidad que había llegado hasta allí: al país más austral del mundo.
Ya a comienzo del verano la Panamericana estaba recargada de turistas nacionales y argentinos que iban al Lago Caburgua, a las termas de Palguín, a Pucón o al Parque Nacional Los Paraguas o al balneario de Licán Ray, o ¿quién sabe?, quizás como ellos, iban al lago Villarrica a tomar sol o hacer deporte acuático. A poco después de dejar a Freire perdido en el valle a Ramiro le entró las ganas de desviarse en cualquier punto de la carretera a Villarica, a lo cual consistió su hermano. Se metieron en un camino que sólo tenía asfalto en la entrada, pero se podía fácilmente transitar por él. Iban disfrutando de la vista a la cordillera de los Andes que se veía más cerca que nunca por el efecto del aire puro y caliente. Al fondo siempre el majestuoso volcán Villarrica, con su imponente chimenea que coloreaba a ratos el cielo con humos de diferentes tonalidades y espesor que lanzaba a bocanadas y cubría parte de las estrellas y la luna creciente que se veían en pleno día.
Se detuvieron en el primer letrero que indicaba: “se vende”. Tocaron la bocina para no tener problemas con los perros que salieron ladrando en forma amenazadora hasta la puerta del vehículo. Una mujer baja y delgada, ya de edad, que vestía todo de negro, salió de la casa y apaciguó los animales. Ramiro le preguntó a través de la ventanilla semiabierta si le quedaba miel. La señora que a todas luces no era campesina, les invitó a pasar. Se bajaron del vehículo cuando vieron que el marido de la mujer tenía sujeto los perros. Pasaron a la casa, que era muy sencilla y acogedora. Se sentaron cómodamente y pidieron suficientes kilos de miel para todo el año, para ellos y su madre que tenía una fe enorme a este jarabe que desde hace mucho tiempo utiliza como alimento y medicina para una serie de enfermedades, de la misma manera como la mayoría de los chilenos utilizan el mentolato. El hombre de la casa se acercó a saludar después de haber dejado amarrado los perros que seguían ladrando por la presencia de los desconocidos. El era un típico funcionario jubilado que lucía lo que vestía a pesar de su sencillez. El hermano de Ramiro entabló una conversación con el hombre que al parecer estaba necesitado de visita. Les invitó a tomar un té, que aceptaron por cortesía. Hablaron de mil cosas una hora seguida sin parar.
Ramiro fue el primero en reparar en las fotos colgadas en la pared y el rincón adornado como un altar, con una foto rodeada de acuarelas y al pie un pedestal con una vela que a juzgar por la cera que pendía del candelabro, había sido encendida reiteradamente durante muchos años. Ramiro le preguntó sobre las fotos en blanco y negro, algunas ya descoloridas por el tiempo, e hizo una comparación con las fotos de fines del siglo diecinueve que tenía en su casa de sus tatarabuelos, que se tomaron en Puerto Montt, en el momento en que pisaron por primera vez tierra chilena. Ramiro, después de reponerse de la sorpresa por el altar, le preguntó si era su hija la que estaba al centro. El padre se puso solemne y les relato la historia de como había perdido a su niña en 1975 cuando la represión de la dictadura, dirigida por el fiscal militar, había llegado hasta su casa en Temuco. Esos salvajes me fusilaron a mi hija, concluyó. Ramiro enmudeció, se acercó para ver de más cerca la foto con ansiedad. Su hermano hizo lo mismo. Consolaron a la pareja y le pidieron permiso para prender la vela que estaba en el candelabro. El hermano de Ramiro se persigno y rezó en silencio frente al altar, acto seguido encendió la vela y se despidieron.
Ramiro se puso detrás del volante como siempre y emprendieron el viaje mirando el volcán que echaba humo a bocanadas, a veces era espeso y de color casi como la sangre. Los hermanos se miraron en silencio. Ramiro entendió que tenía el mismo pensamiento que su hermano y preguntó con un golpe en el volante como queriendo una respuesta rápida y justiciera , ¿quién habrá sido el conchadesumadre que la mató?
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